viernes, 30 de octubre de 2015

Arrepentimiento y convicciones, claves de la Reforma

Mañana hará 498 años que un joven monje alemán escribió lo que tenía en su mente y en su corazón. Agarró un martillo y se dirigió hacia la capilla del campus universitario, clavó el documento que había redactado en el panel de anuncios de la puerta y dejó que las cosas ocurrieran. Y ocurrieron. La Iglesia en Occidente inició un proceso de reforma que, con mayor o menor fortuna, marcó para siempre al cristianismo. La inmensa mayoría de gestos amables del actual Papa Francisco, por ejemplo, ya han sido concretados en acciones en muchas de las comunidades reformadas. Y la cultura y sociedad de los países donde la Reforma logró una mayor implantación se han visto marcadas para siempre por esta experiencia.

¿Qué ha ocurrido en nuestro país? Poco, casi nada. Hubo intentos de reformar la Iglesia pero no pudieron arraigar por la acción combinada del poder político y eclesiástico. Con la Revolución Gloriosa y al amparo del incipiente liberalismo surgieron las primeras comunidades protestantes organizadas, que resistieron la secular intolerancia hispánica hasta que la actual democracia les dio plena carta de legalidad. Su influencia social sin embargo ha sido muy limitada.

¿Qué hemos perdido los catalanes y los españoles al tener un cristianismo reformado tan débil? Bueno, probablemente muchas cosas, pero me gustaría simbolizarlas en una: hemos perdido nuestra capacidad de arrepentimiento.

La tradición del catolicismo romano ha sido llamar a los fieles a confesar sus pecados y arrepentirse de ellos. Pero esa dura vivencia se ha ido eludiendo de una u otra forma. En tiempos de Lutero, pagar una cantidad de dinero te garantizaba un perdón sin arrepentimiento. Por ejemplo, en la propia Iglesia donde Lutero clavó sus tesis se conservaban supuestamente 19.013 reliquias de lo más diverso: frascos con leche de la virgen María, paja del pesebre donde nació Jesús o el cadaver de un niño inocente asesinado por Herodes. Así hasta casi dos mil supuestas reliquias. Un donativo a la Iglesia significaba ganar cien días de perdon por cada reliquia, así que donar en Wittemberg garantizaba un millón novecientos mil días menos de presencia del alma en su prisión provisional (purgatorio).

Peor aún era la venta ambulante de un perdón definitivo que comercializaban mercaderes como Johann Tetzel. Con los documentos que Tetzel vendía, exhibidos en el momento de la confesión, ya no era necesario arrpentimiento alguno pues el perdón total y definitivo estaba certificado para su propietario por el mismo Papa de Roma.

La idea de que el perdón se puede comprar y que el arrepentimiento no es necesario ha empapado toda nuestra cultura. No tanto porque el catolicismo romano la haya seguido sosteniendo (que no lo ha hecho) sino porque es una idea que nunca ha sido denunciada. Así, los poderosos se han creído con derecho a la impunidad, confiados en que el dinero lo puede comprar todo. El mandato profético a denunciar las injusticias y llamar al arrepentimiento no ha tenido en nuestro país altavoces potentes en la Iglesia establecida.

Casi quinientos años después del atrevimiento de Lutero nuestra sociedad sigue resintiéndose de la falta de valor para echar una mirada interior a nuestras propias acciones y convicciones y ser consecuentes.



viernes, 16 de octubre de 2015

Lo esencial y lo accesorio

Renoir fue grande. Subido a la cresta de la ola de las corrientes pictóricas de su tiempo, gozó en vida de prestigio y de un considerable fortunón. Los últimos años de su carrera sin embargo se deslizó por la pendiente de la comodidad artística y creativa, empujado por problemas de salud.

Desde hace mucho tiempo existe una campaña contra Renoir a cargo de activistas partidarios de concienciar a la sociedad sobre la autenticidad del arte. Las obras del último Renoir, expuestas en muchos museos, no son un producto artístico. Al menos eso es lo que dicen los activistas y muchos críticos de arte les dan la razón. Se trata de meros productos comerciales.

No siempre las cosas están tan claras. ¿Dónde está el límite entre lo artístico y lo exclusivamente comercial? Yo, que amo un espectáculo tan genuino como es el circo, encuentro cada vez más inciertos esos límites.

Los circos pequeños y familiares han recibido como un mazazo la amputación progresiva de una de sus principales actividades creativas: los números con animales artistas. Un circo grande puede sustituir esos números por otros números contratados, que sean igualmente deslumbrantes en calidad, belleza o riesgo. Pero un circo pequeño tiene ya en principio que mantener a los animales, que no están autorizados a actuar, pero que son como parte de la familia. ¿De dónde obtendrá el dinero para además contratar nuevos números?

Así, ¿qué alternativas le quedan entonces al circo familiar? Una es convertir a todos los miembros de la familia en multiartistas, empleando a tope toda la energía física y mental, la creatividad y el ingenio. La otra, ofrecer cualquier cosa, aunque no sea circo, siempre que atraiga la atención y lleve público a los asientos: personajes de circo o televisión, ingenios mecánicos, réplicas de musicales, etc.

Por lo general se opta por una vía media: esforzarse a tope por elevar la calidad de lo que se sabe hacer, explorando nuevas habilidades, y a la vez incorporando reclamos que no son de circo.

La actitud purista e intransigente de los anti-Renoir creo que no puede trasladarse al mundo del circo. Mientras haya profesionales que ponen diariamente su vida en riesgo por el "más difícil todavía", nunca haré una mala crítica a espectáculo alguno por un quítame allá esas pajas (o esos Minions).